Leyenda indígena | Ishuaquinua y el Curupí

Hace mucho tiempo, en el corazón del bosque Polylepis ubicado en la reserva ecológica del Ángel, se encontraban las comunidades indígenas de Pastos y Quillacingas. En aquel lugar vivía una joven llamada Ishuaquinua, cuyo nombre en la lengua awa significaba «vida triste». Pero, a pesar de su belleza, su corazón era cruel y arrogante. Un día, mientras paseaba por el bosque, Ishuaquinua se topó con un ser pequeño y extraño: el Curupí. Este duende tenía los tobillos al revés, la cabeza que podía girar 360 grados y orejas que le salían de los hombros. A pesar de su aspecto grotesco y peculiar, el Curupí se enamoró de la joven y le hizo una extraña petición: – Para mantenerme contento y que no sufras tú ni tu pueblo, quiero que me traigas ojos y corazones humanos.

Ishuaquinua pensó ser inmune a la ira del Curupí, por ser mujer del Cacique

El Curupí le dio a Ishuaquinua un plazo de tres lunas para cumplir su petición, pero ella lo ignoró. Entonces, el duende se enojó y comenzó a causar estragos en la comunidad: mató a la familia de Ishuaquinua y destruyó toda la comida. Sin embargo, la joven no parecía sufrir por las consecuencias de sus acciones. Al ver la situación en la comunidad, el Cacique decidió castigar a Ishuaquinua con el exilio y la condenó a vivir en el bosque de polylepis para siempre. El Curupí estaba satisfecho con su venganza y para asegurarse de que Ishuaquinua no escapara, la transformó en un árbol Polylepis. Su cabello se convirtió en hojas y sus pies en raíces, pero justo antes de que sus brazos se transformaran en ramas, ella abrazó al duende. En ese momento, el Curupí se transformó en un árbol Puma maqui, y las dos especies quedaron entrelazadas por sus ramas y raíces, creando un símbolo de «amor eterno». Desde entonces, los habitantes del bosque Polylepis cuentan la historia de Ishuaquinua y el Curupí como una advertencia sobre la arrogancia y la falta de empatía, y cómo estas características pueden tener terribles consecuencias.