El cuento de «Numancia la entundada» se basa en la leyenda de la Tunda, una tradición oral de la zona esmeraldeña de la costa del Océano Pacífico en la provincia de Esmeraldas. De acuerdo con la leyenda, la Tunda es un monstruo femenino que rapta personas, particularmente niños, y tiene la capacidad de cambiar de forma para engañar a sus víctimas. Las personas desaparecidas que son sus víctimas reciben el nombre de «entundados».
Numancia mi prima, cuando llegó a los 14 años, se la llevó la Tunda, sin más ni más.
La tunda es una bestia ignominiosa…
La tunda es un aparecido…
La tunda es el patica…
La tunda es un fantasma…
La tunda es un cuco…
La tunda es el pata sola…
La tunda es el ánima en pena de una viuda filicida…
La tunda es inmunda…
No se sabe a ciencia cierta…
No se sabe…
“Sea lo que fuere, la tunda gusta de llevarse a los niños selva adentro, transformándose previamente en figuras amables y queridas para ellos. Con engaños diversos los atrae hábilmente y los “entunda”…Esta es la palabra. No hay otra”
Numancia lucía un lindo y raro color de melcocha y estaba ya bastante crecidita, pero como no era muy despierta, y carecía del don de observación, se dejó engañar por la tunda: no descubrió a tiempo su deforme pata coja de molinillo a la luz del crepúsculo, ni reconoció que esa mujer no podría ser su madre desaparecida también misteriosamente años atrás…No vio nada. Numancia salió a buscar unos pavos que no habían entrado a dormir en el gallinero ni había subido tampoco el palo de hobo que estaba detrás de la casa. Sabido es que los pavos son andariegos y desmemoriados, y hay que arrearlos y guiarlos siempre para que vuelvan al hogar.
Sí, Numancia era una bella niña, pero a veces se me antojaba muy semejante a una pavita. Yo tenía tres años menos que ella, y éramos compañeros de diversiones infantiles. Pero llegó un momento en que no se interesó más por nuestros juegos y eso me entristeció bastante, no tanto como aquella tarde en que se la cargó la tunda.
La busqueda incesante de Numancia
Fuimos todos a buscarla, acompañados de cinco perros cazadores para rastrearla. Su padre salió con una carabina y un machete. Nuestro único peón, el tuerto Pedro, con una hacha; mi primo Rodrigo con una vieja escopeta de dos cañones, y yo con un garrote, una catapulta de jebe y un cortaplumas de varios servicios. Desconcertados por el golpe, todos llevábamos una muda de ropa de repuesto, y algo de comer, porque no sabíamos cuánto tiempo permaneceríamos en los centros de las montañas, persiguiendo a la condenada tunda que, según afirman los muy conocedores de los secretos del monte, tiene su guarida entre espineros y guaduales.
Primeramente nos dirigíamos a las casas de los vecinos de otras fincas a lo largo del río: ¿Han visto por aquí a Numancia?
A la luz de nuestros lúgubres mecheros, los negros meneaban negativamente la cabeza, mordiendo sus grandes cachimbas en la boca, sorprendidos por la noticia de esta nueva hazaña de la tunda, y las negras, alarmadas, recomendaban prudencia y buen comportamiento a sus hijos, poniendo el ejemplo de Numancia.
A eso de media noche, ya cansados, preguntamos por fin al mismo río, y el río nos contestó entre murmullos y reflejos, que la tunda huye de las aguas profundas, y que más bien prefiere los arroyos donde puede coger con sus peludas garras, camarones y pecesitos que obliga a comer crudos a sus víctimas hasta ponerlos pálidos y murichentos. El río nos dijo también que la tunda tiene la sucia costumbre de tirarse ventosidades en el rostro de los niños secuestrados, para atontarlos y hacerles perder la memoria.
Cuando el río habló de esta manera, yo sentí miedo y todos optamos por regresarnos a casa. Al día siguiente emprendimos nuestra segunda búsqueda, con más gente y mejor aperados con sogas. Hamacas y ropas de campaña, a más de lo que habíamos tomado la noche anterior…
Los perros latían delante de nosotros, llenándonos de vagas esperanzas. Preguntamos a las lechuzas trasnochadoras:
¿Han visto por aquí a Numancia y a la tunda?
Las lechuzas somnolentas dijeron que no con sus redondos y castaños ojos fijos.
Interrogamos a loros escandalosos y ellos por toda respuesta repitieron nuestra pregunta como un eco: “¿Han visto por aquí a Numancia y a la tunda?”
Cuando averiguamos a los monos aulladores, desde los altos guabos cargaditos soltaron una carcajada y se rascaron los traseros.
Toda la fauna contestaba complicitariamente con un son: no, no y no.
Pero yo no desesperaba y me puse a investigar por mi cuenta a las plantas; a la irritante gualanga, al negro corazón del guayacán, a la rampira que cobija, al milagroso llantén, a la dócil malvaloca, al palo de la balsa, a los yarumos anillados, a las floridas acacias y todos respondieron que sí habían sentido pasar a Numancia, acompañada de la horrenda tunda.
Cuando yo comuniqué a mis compañeros el resultado de mis averiguaciones, se rieron de mí y tomaron otro rumbo.
Muchacho loco-me dijeron, las plantas no hablan.
Aquella noche dormimos trepados y amarrados a los árboles por miedo a las fieras que no se dejaban interrogar a no ser que alguno de nosotros se ofrendara como un sacrificio a sus dioses; pero nuestro amor por Numancia no llegaba hasta allá.
Al amanecer, reemprendimos nuestra exploración, y sin proponérselo, los mayores retomaron el mismo camino que me habían indicado mis amigas las plantas, cosa que me llenó de contento y orgullo.
Cuando mi tío inquirió a una culebra sayama, ésta le contestó silbando que sí había visto a Numancia: bañándose desnuda en una laguna como la Diosa Ochún que es loca por el agua y el amor, a dos leguas de allí, pero vigilada siempre por la misteriosa tunda.
Abriéndonos una trocha, a golpe de machete, por entre bejucos y trepadoras de los grandes árboles, llegamos al atardecer, agotados y sucios, a orillas de un lago desconocido, cristalino y poco profundo. Después de bucear en aquellas aguas y rebuscar por las orillas, encontramos un trozo del vestido lila de Numancia…pero nada más.
Su padre empezó a llorar como un niño. Y viéndolo así, a todos se les partió el pecho.
Siempre había una esperanza…Durante muchos días continuamos registrando matorrales, cuevas y escondites, investigando a plantas y bichos de la selva y no solamente a los alrededores, sino muy lejos de allí…
Pero la tunda es más lista que los hombres y los perros, y casi nunca se deja pillar.
Cuando por casualidad llegamos a un caserío distante, sus moradores se asustaron de nuestras fachas antes de resolverse a proporcionarnos ayuda. Por no dejar volvimos a preguntar neciamente ¿Han visto por aquí a Numancia y a la Tunda? Ellos, entonces, también nos relataron otros casos de niños raptados por la endiablada Tunda en aquella comarca.
Al fin, después de convencernos de lo infructífero de nuestras correrías, tornamos a la finca por una ruta diferente; con dos perros menos y llenos de llagas en el cuerpo y en el alma. El pobre tuerto Pedro dejó su único ojo perdido en un brusquero para siempre.
El tiempo fue curando las llagas, pero el recuerdo de mi núbil prima Numancia seguía viviendo en la casa y en mi alma.
Numancia al regresar ya no era la misma
Al cabo de varios meses, una noche clara, Numancia asomó por el lado del rio, en una canoa. Subió despacito. Nadie la sintió sino yo. Conocía bien sus pasos, aunque esta vez me parecieron más pesados.
Entró sigilosamente al dormitorio de mi madre, que era también el mío, al verla mi madre se sobresaltó e iba a llamar a mi tío; pero algo que notó la hizo cambiar de idea. Yo, incrédulo, sin saber que decir, observaba a Numancia: venía descalza y mal vestida, con su largo pelo de miel, chorreado y húmedo. Había crecido y en su rostro resplandecía una nueva y desconocida belleza para mí. Aunque llevaba acentuada su antigua expresión ingenua y boba, se dibujaba en ella algo de sufrimiento. No era la misma. Y lo que más me llamó la atención fue el gran volumen de su vientre parecía al de los chicos llenos de lombrices “seguramente por haber comido tantos camarones y pescaditos crudos”, pensé.
Hijita mía, díjole mi madre llorando, y la estrechó entre sus brazos contra su corazón roto.
Seguro que el rumor de nuestra conversación despertó a mi tío y de pronto lo vimos parado en el umbral de la puerta, iluminado lúgubremente por la baja luz del quinqué de nuestro cuarto. Parecía un fantasma. Observaba estupefacto y con tan dura mirada a su hija pródiga, que nos recorrió un escalofrío.
¿Dónde has estado? Le preguntó secamente. Ella no contestó, sino que bajó la cabeza. Nadie se alegraba de volver a ver Numancia. Y esto me apenaba, en demasía, llenándome de indignación ante la insensibilidad de los grandes.
Reaccionando la abracé con alegría y le dije:
¿Es verdad que te llevó la Tunda? Ella asintió con la cabeza. ¿Te hizo mucho daño?
Ella negó con la cabeza.
Su padre la seguía mirando con rencor y con desprecio y parecía estar a punto de saltarle encima para matarla a golpes…Después que todos callamos, en medio de una gran tensión, mi tío le grito con voz terrible.
¡Eres igual que tu madre!, ¡Vuélvete con tu puerca Tunda!
Numancia se zafó de mi inmediatamente y, arrasada en lágrimas bajo de la casa, camino del río, donde rielaba la luz de la luna, y se perdió definitivamente en la noche de junio.
El ciego Pedro la siguió con sus ojos de ostiones muertos.
Solamente quedó en mis oídos el ruido acompasado del canalete de su canoa, bogando entre las sombras.
Autor del cuento Numancia la entundada
- Adalberto Ortiz
- Fuente: Proquest.com
- Video: Rednarradores Ec