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Leyenda del Aya Huma

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En lo más alto de los Andes ecuatorianos, cuando el Inti —el Sol sagrado— se posa con esplendor sobre los campos de maíz y el aire se llena de tambores, chicha y gratitud, se celebra el Inti Raymi, la gran fiesta de agradecimiento a la Pachamama, madre tierra generosa. En estas fechas, el pueblo indígena se transforma: las plazas se inundan de color, música y energía antigua, y entre los bailes guerreros emerge la figura más mística de todas: el Diablo Huma, o como le conocen los sabios, el Aya Huma, la Cabeza del Espíritu.

No es un demonio como lo quiso imponer la visión cristiana, sino un ser protector, un espíritu que aparece como un desafío a la opresión colonial y religiosa, danzando sin miedo frente a las iglesias, con dos rostros —uno que mira el pasado y otro el futuro—, como símbolo del eterno equilibrio entre mundos. Su máscara tejida a mano, multicolor, evoca el poder de los antiguos, de los dioses tutelares que no han muerto, sino que viven en los cantos, en la tierra y en el cuerpo de quien se entrega al baile.

Nacimiento del Aya huma

Cuentan que en los días del Inti Raymi, cuando todos estaban de fiesta, una noche de luna clara, un hombre viudo, triste y solitario, luego de haber atendido con comida y chicha a los bailadores que habían llegado a visitarle en su casa —como es la costumbre ancestral— se disponía a dormir.

Había empezado a dormitar cuando de súbito escuchó el clamor del baile en el patio. Las flautas sonaban con melodías guerreras, el zapateo enérgico estremecía el piso, y las voces airadas de animación retumbaban como truenos en la montaña.

Pensó que otro grupo de danzantes había llegado, y se levantó dispuesto a ofrecer más comida y bebida festiva. Pero algo le inquietó: los nuevos danzantes no entraban a su hogar, sino que danzaban con mucha energía solo en el patio. Se detuvo antes de abrir la puerta.

Algo anormal sucedía. El suelo temblaba con cada paso de aquellos bailarines. La música no venía de un solo lugar, sino que parecía envolverlo todo. Miró por una rendija de la puerta y lo que vio lo dejó sin aliento: seres con forma humana, pero con dos rostros en la misma cabeza, uno adelante y otro atrás. Tenían grandes orejas, narices descomunales, el cabello enmarañado como si el viento lo sostuviera en el aire. Algunos portaban bastones, otros tocaban flautas con una maestría sobrenatural.

Al mirar sus pies, notó algo escalofriante: tenían pelaje como de cabra, y los dedos estaban detrás, con los talones hacia adelante.

Eran los AYA, los espíritus antiguos de los que hablaban los abuelos. Bailaban con fuerza descomunal, pero no dejaban huella. Al poco tiempo, desaparecieron entre el maizal, como si nunca hubieran estado ahí. El silencio volvió, pero el alma del hombre había cambiado para siempre.

Tan impactado quedó, que al día siguiente decidió confeccionar una máscara igual, con las dos caras, y comenzó a bailar como los Aya en cada Inti Raymi. Desde entonces, algo sagrado nació en él.

Cuentan que bailaba día y noche sin descanso, guiando a los demás con un espíritu incansable. Nunca se caía, nunca se hería, era el primero en presentarse y el último en retirarse. Dormía entre espinas, sin sentir dolor. Se bañaba en cascadas heladas, en lagos y vertientes ceremoniales, sin enfermarse jamás.

Cada año demostraba su fuerza, resistencia y poder espiritual, por lo que la comunidad entera lo respetaba como un líder, como un guardián entre mundos.

Un día, sin aviso, desapareció. Nunca más se le vio, pero los ancianos dicen que los Aya se lo llevaron, que ahora habita los lugares bravos de la Pachamama, los barrancos, los ríos, los páramos y los santuarios ocultos de la montaña.

Dicen que si alguien danzando con fe lo invoca, él aparece, invisible, y fortalece el cuerpo y el alma, guiando con la sabiduría de los espíritus a quienes aún creen en lo sagrado de la tierra.

Video de la leyenda del Aya huma

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