Cuando el tiempo aún no se medía por relojes, sino por el crecer del maíz, y la palabra de los apus bajaba en forma de lluvia sobre los ayllus, la tierra era sagrada y el cielo, un espejo que devolvía la vida. Los pueblos andinos abrían los surcos con fe, cantando a la Pachamama, esperando que los dioses respondieran con lluvias fértiles.
Pero un año, el cielo se cerró. No llovió. La semilla murió enterrada en polvo, y el maíz, alma del calendario, no brotó. El silencio cayó sobre los aborígenes como sombra de volcán. Las miradas se volvieron lentas, dolidas, como las de los animales sin pasto.
Huarcha, el brujo del pueblo, consultó a los espíritus. Miró las entrañas del cuy, leyó el vuelo de las aves, y su ojo de párpado caído se volvió llama cuando dictó la sentencia:
—Una virgen debe ser entregada al volcán. Solo así volverá la lluvia.
Los ancianos bajaron la mirada. Nadie se atrevía a contradecirlo. El pueblo obedeció. Pasaron las jóvenes ante Huarcha y los curacas. Cuando vio a Nina Paccha, un estremecimiento cruzó los corazones. Ella era luz. Hermosa como los amaneceres de Imbabura, con ojos oscuros como alas de mirlo y cabello trenzado que caía como río sobre su espalda. Su nombre significaba “Fuente de Luz”.
—¡Nina! ¡Nina! —clamó el pueblo, pero el destino estaba sellado.
Solo Gualtaquí, joven campesino de corazón noble, se quedó firme. Ella era su amor. Su sonrisa. Su cosecha futura. Aquella noche, cuando el último huiracchuro entonó su canto de despedida, Gualtaquí elevó su voz a las estrellas:
—¡Si Nina muere, yo no quiero vivir!
Intentaron huir. Isama, el abuelo sabio, les permitió escapar con una condición: cada uno debía sostener un extremo de la trenza de Nina y Gualtaquí jamás debía mirarla durante la huida, o la perdería para siempre.
Y así, en la madrugada velada por los apus, huyeron. Las chozas se perdieron entre la niebla, los cuyes guardaron silencio, y las mujeres sabían que la muerte les caminaba cerca.
Pero Huarcha los descubrió. Encontró un trozo de fachalina desgarrada en una rama, y su sed de venganza se encendió. —¡Los alcanzaremos! ¡Los dioses claman por sangre!
Gualtaquí corría sosteniendo la trenza, el corazón ardía de amor y angustia. Nina tropezaba con espinos, pero seguía. El sol comenzaba a trepar el monte, y la voz de ella rompió la quietud:
—¡Vienen! ¡Nos alcanzan!
¿Cómo se formó el Lago San Pablo?
El joven, por un instante, giró la cabeza para mirarla… y la perdió.
El mundo se detuvo.
Donde estaba Nina, brotó un manantial de agua pura que se extendió en la llanura. La doncella se había hecho laguna. Su espíritu cristalino había escogido el sacrificio.
Gualtaquí, desgarrado, cayó de rodillas sosteniendo aún la trenza húmeda:
—¡Taita, castígame a mí también! ¡Hazme quedarme con ella!
El cielo respondió. Un rayo cruzó Rey Loma, y el cuerpo de Gualtaquí se transformó en un lechero frondoso, árbol sagrado que aún hoy florece mirando la laguna, como si sus ramas buscaran a su amada entre el rocío.
Huarcha, derrotado, arrojó su antorcha al suelo. La lluvia, suave y limpia, comenzó a danzar sobre los surcos. El sacrificio había sido escuchado.
Desde entonces, los imbayas aman al árbol lechero porque saben que es Gualtaquí, el joven que desafió al destino para amar. Y la laguna, que los españoles llamaron San Pablo, aún guarda su verdadero nombre: Nina Paccha, fuente de luz.
Porque allá, donde el maíz aún es tiempo, y las montañas aún susurran a los dioses, el amor puede volverse paisaje eterno.

Árbol lechero de Rey Loma en Otavalo
El árbol lechero de Rey Loma, en Otavalo, es un símbolo sagrado y ceremonial de la cosmovisión andina. Desde su cima se contemplan la Laguna de San Pablo, el Taita Imbabura y otros guardianes del Valle del Amanecer, como Mojanda Cotama y Quichinche. Se estima que el árbol tiene entre 800 y 1.000 años de vida.
Ha sido centro de rituales ancestrales, donde se ofrecen primicias como mote, arvejas y cuy, especialmente en épocas de sequía, entierros o Inti Raymi. Para el pueblo kichwa y la comunidad mestiza, el lechero es más que un punto turístico: es un ícono espiritual, cultural y artístico que une generaciones y da identidad a Otavalo.