Leyenda de Sebastián Pinillos
La leyenda de Sebastián Pinillos, escrita por José Peralta, transcurre en la ciudad de Cuenca durante las fiestas reales de 1760 en honor al rey Carlos III. En medio de festejos, corridas de toros y espectáculos, surge la figura de Sebastián, un joven valiente, noble de espíritu pero de origen desconocido, criado como expósito en la casa del Capitán Román de Cisneros. Sebastián se enamora de Blanca, la hija del Capitán, lo que desata un conflicto social y familiar, pues su linaje humilde es un obstáculo para aspirar al amor de una dama noble.
Durante un torneo, enmascarado, Sebastián reta a los nobles y salva al arrogante Don Gil de Mendoza, prometido de Blanca, a quien termina matando en un duelo por honor. El crimen es atribuido erróneamente a un sastre inocente. Movido por la conciencia, Sebastián se entrega y confiesa su responsabilidad. Como castigo, se le conmuta la pena de muerte por el destierro perpetuo. El Capitán Cisneros, al considerar a Sebastián como su hijo, se reconcilia con él; sin embargo, ya es tarde: Blanca, consumida por la pena, ha fallecido.
Años más tarde, un mendigo muere rezando sobre la tumba de Blanca. Junto a su cuerpo se encuentra una caja con una bandera celeste y un manuscrito: era Sebastián Pinillos, quien vivió y murió amando en silencio. Su historia, trágica y apasionada, refleja los límites impuestos por la cuna, el honor y los prejuicios sociales, dejando una huella eterna en la memoria de la tradicionalista ciudad de Cuenca.
- peninsulares: Españoles que vivian en la peninsula ibérica.
cabildantes: Miembros del cabildo o gobierno municipal en la época colonial.
comedia: Obra teatral; antiguamente podía referirse a cualquier representación escénica.
atrio: Espacio descubierto y porticado que precede a un templo.
matriz: Iglesia principal o parroquial de una ciudad o pueblo.
sarao: Reunión festiva con música y baile.
patacón: Antigua moneda de plata usada en América Latina.
jinete: Persona que monta a caballo.
osar: Atreverse, tener el valor para hacer algo riesgoso o prohibido.
corregidor: Antiguo juez o gobernador en ciudades de la América colonial.
cadáver: Cuerpo sin vida de una persona.
expósito: Niño abandonado por sus padres y criado por la caridad.
galas: Vestiduras lujosas o adornadas.
brocado: Tejido de seda con dibujos generalmente en hilo de oro o plata.
tisú: Tela muy fina y lujosa entretejida con hilos metálicos.
alazán: Caballo de color marrón rojizo.
truhán: Persona que vive de engaños o de hacer reír, vagabundo.
palestra: Lugar de combate o debate; plaza pública.
escribano: Persona encargada de redactar documentos oficiales.
reo: Persona acusada o condenada por un delito.
tablado: Plataforma elevada usada para espectáculos o castigos.
bayeta: Tela delgada de lana o algodón, usada en vestiduras y forros.
SEBASTIAN PINILLOS (Texto original)
Autor: José Peralta
I
Sea por falta de medios de fácil comunicación, sea porque los peninsulares tenían en muy poco a los españoles americanos, ello es que la fausta nueva de la coronación de Carlos IlI no llegó al reino de Quito sino muchos meses después del acontecimiento; tanto que en la leal ciudad de Cuenca, el Cabildo no vino a pensar en la jura y en las fiestas reales, sino allá por Setiembre de 1760. El 19 del susodicho mes, reuniéronse los muy ilustres miembros del Cabildo, presididos por el Sargento Mayor Don José Torres y Barba, Teniente del Corregidor, y lo primero que acordaron fué poner en arrendamiento la Plaza Mayor, «a razón de veinte reales la vara de frente;» a fin de que el público pudiese construir los tablados, o circo improvisado para la lidia de toros, espectáculo indispensable en fiestas españolas.
El General Don Antonio de Andrade y Roda tomó sobre si la comisión de arrendar el área de la plaza : comprometiéndose a costear con el producto del arrendamiento, seis días de toros y fuegos artificiales, en obsequio de S. M., que Dios guarde y conserve por más de mil años, según las propias palabras del referido General.
«Y por cuanto las fiestas reales debían celebrarse con formalidad», Sus Señorias los «Cabildantes» ordenaron, otrosi, que se representasen tres comedias, construyendo para ello un teatro abierto en el atrio de la Iglesia Matriz. Varios pueblos fueron designados para que concurriesen con un sarao de hombres al real festejo, so pena de cincuenta patacones de multa a que desobedeciese el acuerdo del ilustre Cabildo.
EI General Don Luis Andrade y Mesia y el Maestre de Campo Don Miguel Jiménez Crespo se comprometieron a organizar la Escaramuza. con los nobles del barrio de arriba; y los Señores Don Francisco de la Rada y Don Valentin Hernandez de Espinosa ofrecieron formar otra cuadrilla con las personas distinguidas del barrio de abajo.
Más, como era necesario evitar que algún plebeyo se atreviese a tomar parte en el torneo. el Cabildo tuvo por bien el prohibir severamente que los jinetes trajesen la “cara tapada”.
Por último, se fijó el día 15 de Diciembre para que principiasen tan espléndidas fiestas: debiendo en aquella fecha. abrir el festejo los mismos Cabildantes, con la “solemne entrega de la plaza”.
Tal es en resumen, el contenido del Acta del Cabildo de 19 de Septiembre de 1760; acta que se publicó a son de cajas y por voz de pregonero a usanza de bando de guerra, como se había mandado que se hiciera.
Cuenca iba pues a presenciar unas fiestas por extremo pomposas; y los habitantes de la monástica ciudad, con razón. no cabían de gozo, y se preparaban a echar la casa por las ventanas, como solemos decir.
II
Por fin llegó el 15 de Diciembre y habían sonado ya las once de la mañana.
El cielo estaba puro, las brisas perfumadas, el sol radiante: la naturaleza contribuía regimente al esplendor de la fiesta. La plaza mayor, rodeada por varios órdenes de palcos, habíase transformado en verdadero circo, brillante con las ricas y vistosas colgaduras que con profusión, decoraban los tablados.
Los palcos oficiales ocupaban la galería exterior de la que hoy decimos Casa de Gobierno; y en medio de ellos, se había colocado un rico dosel de púrpura que resguardaba el retrato de S. M. reinante. Enormes cirios ardían delante de la real imagen; y 6 caballeros a cada lado, con uniforme de alabarderos, formaban la guardia de honor del monarca. La música militar y los repiques de campanas llenaban los ámbitos de la ciudad con sus arrebatadoras armonías y el público, ansioso de emociones, se impacientaba ya esperando el comienzo de diversión tan extraordinaria.
Los palcos estaban llenos de beldades; la seda y el oro el brocado, y el tisú, las perlas y la pedrería, realzaban – si cabía realce – la hermosura de aquellas mujeres. Cada cual había pensado allá en sus adentros, eclipsar a las demás bellezas y ser la reina de la fiesta; y de ahí a aquel esmero en los adornos, aquella riqueza en las galas, aquel despilfarro de miradas de fuego y encantadoras sonrisas. Diríase que ella la plaza un jardín maravilloso, donde las flores eran vivientes, seductoras, irresistibles; donde se aspiraba un perfume embriagador que abrazaba el corazón más yerto. Si hubiera sido dado de el oír de los latidos de esos millares de corazones, sedientos de placer, henchidos de entusiasmo, habríase escuchado un concierto misterioso, una música celestial, uno como himno elevado por la hermosura y la juventud, ansiosa de amor y bienandanza.
Cortinas de seda rosa adornaban un palco levantado a la izquierda de la galería real; y en el fondo de aquel lujoso tablado se dejaban ver dos señoras, acompañadas de un anciano de mirar severo y marcial continente.
El viejo aquel era Don Francisco Román de Cisneros, Capitán de Infantería que había servido lealmente al finado Rey, y sido enviado a Cuenca, como Regidor perpetuo, en pago de sus servicios. Las Señoras Doña Maria de Quiroga, esposa del Capitán, y Doña Blanca, hija única de este matrimonio.
Doña María era una hermosura en el ocaso; pero Blanca parecía un botón arrancado de los rosales del paraíso, una flor caída del canastillo de la Aurora, cuando la mensajera del día cruza en su rapido carro de luz la inmensidad del horizonte. Esbelta y airosa, semejábase a una azucena que –impelida por el aura– se balancea majestuosa sobre su tallo de esmeraldas; altiva y sonriente, diríase que era ella a quien todo el concurso rendía homenaje de tan pomposa manera. Ni una nube habia oscurecido jamás su ancha y hermosa frente; nunca el dolor habíase retratado en sus grandes ojos negros, donde ardia un fuego divino, inextinguible, cual si fuese la llama pura ofrecida perpetuamente en las aras de un numen. Las frescas y purpúreas mejillas no dejaban ver ni la más imperceptible huella de esas lágrimas que corren quemando, como la lava de los volcanes, cuando ya el corazón ba despertado a los primeros misterios de la vida; y los labios rojos y húmedos, provocadores y puros, eran así como la mansión de las gracias de las más angélicas sonrisas.
Una angosta saya de tisu color de clelo, con diminutas estrellas de plata, y un escotado corpiño de la misma tela, compomian el vestido de Blanca; y el negro y abundoso cabello le caía sobre las espaldas, a la manera de una brillante cascada de azabache. EI seno, exuberante de vida y deleitosos misterios, se dejaba ver y no ver, cası velado por ricas guarniciones de vaporoso encaje; y la escultural cabeza estaba adornada por una como diadema de diamantes, cuyos destellos formaban la aureola propia de tanta hermosura.
En el momento en que la pintamos, Blanca recorría algunos palcos con la vista. indiferente y sin notar siquiera que centenares de miradas se dirigían a ella que, sin conocerlo, era la tentación de los caballeros y la pesadilla de las damas. Sin embargo, un observador atento habría notado que la gentil doncella se hallaba dominada por algún pensamiento que visiblemente la impacıentaba: habría notado, decimos, que daba rápidas señales de inquietud, y que, de vez en cuando, se inclinaba sobre el antepecho del palco para poder mirar hacia la calle llamada del Carmen….. Tardaba mucho el comienzo de la fiesta, o
Blanca esperaba ver a alguna persona en aquella calle?
III
Los tambores anunciaron los espectáculos; todos se removieron en sus asientos y volvieron ojos para no perder el menor detalle de la fiesta.
Abrióse la estacada y entraron los Cabildantes, caballeros en hermosos y empenachados mulos; una salva de aplausos saludó a los magistrados que, por fin, venían a entregar la plaza. Con grave y señoril continente, los ediles dieron tres veces la vuelta al circo, rindieron homenaje al Rey, saludaron al público, y se retiraron enseguida, en medio de gritos de entusiasmo y vivas a Carlos III.
Inmediatamente ocupó la plaza la escaramuza de San Sebastián. Ahí estaban los nobles del barrio de arriba, como entonces se decía: venían a correr cañas, ganosos de señalarse, por lo menos, en esta laya de incruentos torneos, delante de tantas hermosas como animaban las fiestas. Como las damas, los caballeros habían querido hacer loca ostentación de sus riquezas; y el oro y la seda, el terciopelo, y el brocado, cubrían a todos los justadores, y adornaban aun a sus corceles. Sendas cañas con banderolas de púrpura, llevaban los jinetes a guisa de lanza; y, después del debido acatamiento al Rey, tomaron el campo, divididos en dos cuadrillas dispuestas a embestirse, sımulando una refriega sangrienta.
Ya habían roto varias cañas los caballeros, cuando se presentó un jinete, al parecer, extraño a las cuadrillas combatientes; dirigió su brioso tordillo delante del palco del Capitán de Cisneros, hizo una cortesía a las damas y al anciano, y volviéndose a los justadores. díjoles en voz alta:
–¿Hay quién quiera romper esta flexible caña, Señores?–. Y, enseño, la que llevaba en la diestra, adornada con lazos de cinta azul y banderola de tisú color de cielo, con diminutas estrellas de plata.
Como si el caballero retador hubiera proferido una blasfemia, el coraje se pintó en el rostro de los combatientes; una ligera palidez cubrió las mejillas de Blanca, y un imperceptible suspiro murió en sus labios. La frente del viejo Capitán se oscureció, a la manera de una nube preñada de tempestades; y Dona Maria contempló a su hija con una mirada persistente, severa, escudriñadora, inquisidora, pudiéramos decir.
El caballero blandía la caña llamando a un competidor; pero nadie salía a su encuentro, nadie osaba contestar su reto.
–¿Quién es el que así pisotea el bando?– preguntó al cabo el General Andrade y Mesia. –¿Cómo os presentáis con la faz cubierta? iFuera de la plaza! u os hago salir por la fuerza!
–Señor de Andrade, si queréis verme la cara descubierta, dignáos seguirme donde podamos cruzar las espadas -contestó el disfrazado lidiador, y requirió el acero que traía al cinto.
Un grito de horror se elevó de la multitud; y Blanca, la inocente Blanca, sin conocer el arte de ocultar lo que sentía, extendió las temblorosas manos hacia la plaza, como para calmar la cólera del desconocido justador. La frente del Capitán se enlobregueció todavía más; y Doña María se mordió los labios con marcado despecho.
–iEs un plebeyo disfrazado! ¡Fuera el zote! No le abonan ni el jubón dorado ni la capa de grana! A la cárcel el infractor del bando!– Gritaban las turbas con frenesí.
–Despreciad a ese badulaque– gritó, adelantándose a los demás caballeros, Don Gil Polo de Mendoza, y dirigiéndose al General de Andrade; debe ser algún pillastre!
–Mientes truhán !exclamó con voz de trueno el incógnito –Tú, tú eres el pillastre!– Y veloz como el rayo, le cruzó el rostro con las riendas del potro en que montaba.
– !lra de Dios ! gritó Don Gil, llevando la mano a la espalda mas por desgracia, no cargaba sino un estoque de salón que habria saltado en pedazos al primer choque con la toledana del enmascarado agresor.
-No te desconsueles por tan poco – díjole éste, en son de burla-; te buscaré cuando lleves buena espada no permitiré que mueras a manos de otro; no lo olvides.
-!Favor al Rey! Prendedle! – exclamó Don José Torres y Barba, desde el palco del Corregidor
– Nadie me toque que reñido no esté con la vida! — repuso el delincuente: desenvainó la espada, saludó a les demás del tablado de Cisneros, y salió de la plaza sin precipitación alguna.
IV
El sol descendió; y, como un tembloroso globo de fuego, coronaba las azules crestas del Sayausí, allá en el confín de la vasta llanura en que se halla Cuenca.
El día había pasado sin otra novedad que la relatada en el capítulo anterior; pero Blanca no había vuelto sonreír, ni el Capitán a desplegar los contraídos labios, ni Doña Maria a dar muestras de contento.
El pueblo olvidó bien presto el episodio del caballero del antifaz; y no pensó sino en divertirse con la mojiganga y los saraos, las mascaradas y los danzantes, hasta que salieron los toros a la arena. No así los caballeros injuriados; porque en cuestiones de honor, se iban nuestros abuelos por los extremos. Los magistrados sostenían que el atrevido aquel era reo de muerte; porque habiendo ofendido a un hijodalgo ante el Rey, es decir, delante de su retrato había cometido crimen de lesa majestad. Había división de pareceres entre los doctores de aquel entonces; pero, todos, nemine discrepante, convenían que por mucho menos se podía ahorcar a un hombre. Se había ordenado ya la captura del incógnito; y hasta se pensaba en pregonar su cabeza. Todo esto lo refirió Don Gil Polo de Mendoza en el palco del capitán de Cisneros; por supuesto, añadiendo que él no permitiría que ahorcasen a su ofensor, sino después de haberse vengado de la afrenta recibida.
Una desdeñosa sonrisa de Blanca hirió al Caballero como un puñal envenenado.
-¿No pensáis como yo, hermosa niña?- Preguntó algo mohíno el Señor de Mendoza.
-Pienso que al tener bríos, debisteis vengaros en el acto- contestó Blanca, con frialdad glacial-; y llamó la atención de Doña Maria, mostrándole un hermosísimo toro que salía bramando del toril.
La fiera escarbó la tierra, mugió lúgubremente; y se disparó contra las máscaras que aún no se habían puesto en seguro. Desierta quedó la arena; y el animal, como si entendiera que nadie se atrevía con él, dió una vuelta a la plaza, lanzando provocadores mugidos
-Es el toro de matanza- dijo Don Gil
–Y no hay quien salte a la arena- añadió Dona Maria, como dando treguas a su mal humor.
–Voy a mostrar a esta dama que tengo bríos– continuó entre risueño y colérico, el Señor de Mendoza; y bajó del palco con gentil y resuelto continente.
Unos minutos después, armado de aguda pica, se presentó Don Gil en la palestra, oprimiendo el lomo de un robusto y hermoso alazán. Miróle con desdén la fiera, como si un caballero solo no fuese digno adversario bastante digno para ella; pero, provocada por el jinete, retrocedió algunos pasos, arrojó nubes de polvo con las patas; y, baja la cerviz, feroces los ojos, la lengua un palmo fuera de la espumosa boca, se lanzó contra el caballero, con la rapidez del relámpago.
Don Gil salió al encuentro del encolerizado animal listo a herirlo con la acerada pica. El choque debía ser tremendo, quizás funesto; y hasta la respiración de los espectadores parecía suspenderse en aquel brevísimo instante de expectativa suprema.
La fiera alcanzó al caballo y lo arrojó por tierra, juntamente con el jinete; y. viendo caídos a sus adversarios, redobló el furor y repitió las acometidas, sin dar tiempo al caballero para defenderse de tan terribles golpes. Pronto no se vió sino una espesa polvareda, en cuyo centro rodaban el toro, el caballo y el jinete, formando un grupo informe, pavoroso, horrorizador. Gritos de angustia, exclamaciones de pavor, voces de lástima salían de todas partes; pero, pocos, muy pocos fueron los que saltaron a la liza, en auxilio del señor Mendoza.y ni esos se atrevían a desafiar de cerca a la fiera; sino que se contentaban con hostilizarla de lejos, arrojándole capas encarnadas. El toro despreciaba a tan cobardes enemigos; y pisaba y hería sin cesar al caído caballero, como si no tuviese otro adversario en la palestra. Don Gil estaba perdido: las damas lo tenían por muerto, y aún el impasible Señor de Cisneros se disponía a bajar a la plaza en busca del cadáver de su imprudente amigo.
Al través de la oscura polvareda, se pudo ver que un caballero de capa de grana, se dirigía a todo correr de su tordillo, al socorro del malhadado toreador. Brilló la espada auxiliadora, como relámpago en el seno de nube tempestuosa; y la fiera exhaló un mugido sordo, doloroso, amenazador. El jinete de la capa de grana fingió que huía; y el toro lo persiguió a la carrera, señalando su camino con un reguero de sangre. Detúvose de repente el caballero, hizo que se encabritara su bridón y aguardó a su enemigo con la espada en alto. Cuando lo tuvo al alcance del hierro, giró con el caballo sobre su izquierda, y sepultó la hoja toledana en el cuello de la fiera. Bramó espantablemente el furioso animal, dobló las rodillas, inclinó la cabeza y se derrumbó sobre la sangrienta arena. Unánimes aplausos saludaron al libertador del Señor de Mendoza; y las damas y los hidalgos se hacían lenguas para elogiar la bizarría y el valor de aquel abnegado caballero.
Acercose éste a Don Gil, a quien sus amigos habían ya levantado, y le dijo con voz grave: –Nada me debéis, Señor; os odio de muerte, pero os vi en peligro y
os presté auxilio, reservándome mataros en buena lid, ¡a ley de caballero!
Dijo, y sin esperar respuesta, dirigióse ante Blanca Román de Cisneros, a quien saludó con extrema galantería.
–¡El enmascarado! el enmascarado!– gritó la multitud que sólo entonces vino a notar que una sonrosada careta ocultaba el semblante del vencedor en la lidia.
Todas las miradas estaban fijas en él, todas las manos lo señalaban, todos los corazones latían con afectos encontrados; mas sólo Blanca acertó a premiar dignamente la generosidad del desconocido. La bella niña le envió una sonrisa encantadora, una de esas sonrisas que valen un mundo de promesas, un mundo de delicias, un mundo de felicidad y amor.
EI enmascarado jinete saludó a todos los palcos y salió de la plaza entre los vítores y los murmullos, los gritos frenéticos y la algazara propia de las multitudes sobre- excitadas.
El Capitán de Cisneros, hosco fiero, se levantó bruscamente y murmuró al oído de Blanca : – ¡ No vendrás más a fiestas reales! –Doña Maria a casa – Continuó en voz alta dirigiéndose a su esposa.
V
La luna brillaba en el azul oscuro del firmamento con aquel esplendor con que la reina de la noche se presenta en el cielo de Cuenca.
Las nueve eran dadas, y ya en Ia casa del Capitán de Cisneros dominaba el más profundo silenci., Como casi todas las casas de ese entonces, la de Don Francisco era un edificio no muy de acuerdo con la arquitectura y el buen gusto: conjunto de tristes aposentos y desmantelados salones, anchas galerías y espaciosos patios, pasadizos oscuros y un mal cultivado huerto. En el del Regidor perpetuo había varios árboles frutales, y algunas flores cuidadas por Blanca. Los perales y los naranjos extendían su aromosa sombra sobre los claveles y las dalias, las azucenas y los tulipanes, delicia y encanto de la bella jardinera. En medio del huerto levantábase sombrío un nogal, de cuyas ramas pendían cien cortinas de
jazmines trepadores, formando una tienda perfumada de verdura, adecuada mansión para una nínfa. Allí se pasaba horas de horas la inocente Blanca contemplando risueña esas doradas ilusiones que nos rodean en los primeros años de la vida; esas mariposas brillantes cue -como dicen los poetas- se alejan al querer alcanzarlas, desaparecen en la inmensidad cuando las perseguimos, y pierden todas sus galas y sus colores, si alguna vez llegamos a tocarlas. La tienda de los jazmines había sido cuna de los nacientes ensueños de la virgen: esos festones de niveas flores formaban uno como velo encantado. al través del que la inocencia entreveía el mundo con toda sus seducciones, más, sin saborear todavía las amarguras de la vida.
Apenas penetraban en la poética tienda los melancólicos rayos de la luna; empero, había luz suficiente para poder ver a Blanca, sobre un banco de verdura, triste gemebunda como paloma solitaria. Aquel día penetró la pobre niña en el verdadero valle de los dolores; y sentó la planta sobre espinas, al adelantarse, ese fantasma fugitivo que llamamos dicha. En un momento habíase rasgado el velo de jazmines y presentándose a la vista de la incauta jardinera, todo el alcibar que la existencia atesora en su dorada copa!… Las primeras lágrimas ese tributo precioso que paga el corazón a las primeras ilusiones perdidas, rodaron silenciosas por las aterciopeladas mejillas de Blanca: los primeros suspiros, rumor de esa misteriosa fuente de llanto que se desborda dentro del pecho, vinieron a marchitar aquellos labios, frescos como un botón de rosa, puros y rojos como una clavellina recién abierta al sol de la mañana. Blanca sufría terriblemente, porque sufría por la primera vez: aun no se había acostumbrado su alma al dolor, a fuerza de batallar con el infortunio…..
-¡Imprudente, imprudente! -exclamaba, retorciéndose las diminutas manos de marfil, presa de mortal desesperación. -¿ Acaso no pudo amarme en silencio?….
¡Sebastián, Sebastian, me has matado!….
El ruido de unos pasos sobre las hojas secas, cortó el monólogo de la afligida belleza.
-Blanca, Blanca ¿dónde estás?- dijo una voz misteriosa.
-Madre mía, la esperaba y sentía miedo en la soledad de la noche- contestó la joven a Doña Maria que se presentó en la glorieta de los jazmines.
-Aquí te hablaré sin testigos, te abriré mi pecho te declararé mi voluntad, hija mía….
– Ha deseado Ud. hablarme a solas, y estoy aquí tonde.se me indicó que aguardara….
– Tu padre es… algo violento: quise ahorrarte disgustos…. hablarte yo sola.
-Pero que hay?…
-Mira: hay mucho…. Sebastián -tú lo sabes- es un pobre expósito, al que por humanidad hemos criado…
No conoce a sus padres: el apellido que lleva, lo debe a su nodriza: si, a Teresa Pinillos, ¿lo entiendes?
-¿Y qué puede tocarme de todo eso?
– Que ese joven no puede pensar en una persona de noble alcurnia; porque…
– Aunque tuviera muchos méritos, mamá?
– Aunque los tuviera, hija mía: ¿qué vale todo, sin la cuna?
– Creí que no debía pensarse así, mamá…. ¿Y bien?
– Sebastián no está contento con nuestra estimación; y ya has visto el escándalo de hoy…
– Pero ¿es seguro que el salvador de Mendoza era él?
– Seguro: aunque nadie en la ciudad. Tu padre no se equivoca…
– Puede haberse engañado ahora…
– Y luego hacerte objeto público de sus atenciones, es locura imperdonable en un…. Sebastián Pinillos¿lo comprendes?
-No, Señora
-Pues: ¿crees que no es desdoroso para ti, el que un quienquiera te corteje, cuando debes ser esposa de Don Gil Polo?
– ¿Eso más, madre?
– Te hemos hablado varias veces de tan brillante partido…
– Pero jamás creí que fuese serio
– Lo era y lo es: tu padre quiere que tu casamiento se celebre en este mes
– ¿Y por qué esta resolución?
– Por lo que hoy ha pasado: tú no puedes comprender lo prudente de ese proyecto
– Pues no acepto el partido, mamá
-Tu padre lo manda y yo lo ordeno -Respeto mandato tan sagrado; pero no seré la
mujer de ese Don Gil
-¿Y por qué, niña?
-Porque es un fatuo, despreciable, un tonto que me fastidia
– ¡Un caballero rico, y….
– No, Señora: estoy resuelta
– Tú…. oye, Blanca: responde: tú… amas a Sebastián!
– Es casi mi hermano: he crecido a su lado ¿cómo no amarlo?
-¿Y te atreves a decirmelo?
– Mentir fuera, peor, madre mía
– Pues bien: Pinillos no volverá a verte; y te casarás con Mendoza
-No veré más a Sebastián; pero Don Gil no obtendrá mi mano
-Hija desobediente:
-Me refugiaré a un claustro
-¿A un claustro? Y desde cuando los hijos no hacen lo que sus padres quieren? Te casarás mal que te pese.
Tu padre y yo lo queremos: entiéndelo bien: nuestra voluntad es ley soberana. Ni Pinillos ni convento: serás mujer de Mendoza y santas pascuas…. ¿Lloras ?….
En efecto, Blanca, la niña cuya frente no había sido azotada por el pesar; Blanca, cuyas mejillas no habían sido regadas con llanto., sollozaba en aquel momento!
VI
Ceñudo, severo estaba Don Francisco, a la misma hora, sentado en su aposento en una silla de zuela, profundamente adornada con labrados clavos de estaño. De pie, delante del Capitán, estaba un joven rubio, de frente noble y despejada, ojos azules y expresivos, labios sobre los que se hallaba como impreso el desdén; alto y bien formado de aire marcial y resuelto, podía servir de modelo en un taller de estatuaria. Aquel era el expósito
Sebastián Pinilos. el joven a quien, por falta de cuna, no le era permitido amar ni ser amado:
– Sebastián, el Corregidor no podrá perdonarte en cuanto sepa que eres tú, el infractor del bando- dijo el viejo, con mal disimulado enojo
-Lo sé. Señor- contestó impertérrito e| joven
-¿ Y por qué, y para qué tales escándalos?
– No puedo mentir, Señor: me prohibisteis tomar parte en la fiesta, y había yo prometido concurrir al torneo…..
Para no desobedeceros abiertamente, me disfracé…
-¡Y si ahi te hubieras detenido, santo y bueno todavía….. pero, provocar un escándalo y retar a un caballero, y ofender bestialmente a otro, y comprometer en público la honra de mi hija! … Oh!….
-¿Yo, Señor?
-Tú, tú!
– ¿Y desde cuando es deshonrar a una dama el cumplir con ella como caballero?
– ¡Caballero, caballero!- gritó el capitán levantándose- ¿y sabes, tú, si lo eres?…..
Cubriose de carmín el rostro de Pinillos y sus dientes rechinaron con furor.
-Por qué pues me habéis ceñido una espada, si soy un ganapan cualquiera? –preguntó enseguida, lanzando rayos por los ojos.
– Ni tú ni yo sabemos quien eres- continuó con frialdad el anciano.- Expósito, sin noticia alguna de tu prosapia, no has debido alzarte a mayores nuncal
Caballero, injurias tan atroces pueden desligarme de vos para siempre!..
-Yo estoy desligado ya de ti… Querer matar al que va a ser esposo de Blanca!…
– Por lo mismo fui al torneo, y ese hombre morirá..
– Hola, hola! El acto era meditado!. Pues no morira ese hombre, Señor mío, porque lo protejo yo!
– Protegedlo en hora buena; mas. esa protección no será: un escudo para él…
–Ingrato!
– Me escupis al rostro, me desgarráis el pecho, me oscurecéis el porvenir, me haceis imposible la vida y exigis gratitud? Soy vuestro hijo; pero esclavo nunca!
Si no conozco a mis padres. Sé lo que la dignidad reclama: no me abandonéis, por Dios!
– No te exaltes; oye: todo quedará en silencio; pero dejarás desde este momento mi casa: no verás más a mi Blanca!
-¿Y por qué tan horroroso castigo?
-Porque mi hija no puede amarte: porque Blanca no es para un quidam…
-Si no debía yo amar a mi hermana, ah, Señor! debisteis abandonarme en la vía pública, debisteis dejarme morir a vuestras puertas, cuando la crueldad de mis padres me arrojó a ellas!
-Está resuelto…. saldrás de casa: Don Gil lo exige… ya lo ves….
-Sea: voyme de vuestra casa, arrojado como un leproso, porque no conozco a mis padres; pero, os juro Señor, que Mendoza no será el esposo de Blanca
– ¡Hombre, no jures en vano! ¡Antes de ocho días lo verás casado!- dijo el Capitán, y soltó una carcajada estridente, cruel, matadora.
Pinillos salió a la misma hora de aquella casa inhospitalaria, dejando en ella su corazón mismo; y corrió loco, delirante, a cumplir su horrible juramento.
VII
Una tarde -Ia tercera de las fiestas- los salones de Don Luis Andrade y Mesia brillaban con todo el lujo de aquella época de patriarcal opulencia; el General daba un banquete al que había concurrido la flor de la aristocracia cuencana.
EI Capitán de Cisneros y su interesante familia habían llegado ya muy avanzado el festín: pero Don Gil Polo de Mendoza que – como tan intimo amigo del Regidor perpetuo- solía acompañarlo en ocasiones semejantes, no había venido. El hecho era inexplicable: diversos comentarios circulaban por los corrillos; pero todos convenían en que algo muy serio debía haberle acontecido a Mendoza para impedirle el acompañar a Blanca, y presentarse ante reunión tan escogida, como el feliz prometido de aquella beldad.
El banquete tocaba a su término: los vinos de Castilla habían enardecido la sangre de los convidados, y la alegría se desbordaba de todos los corazones, Los músicos comenzaban a inundar el salón de baile con torrentes de armonía, cuando resonaron lamentos tristisimos y desgarradores a las puertas mismas del festín.
-Justicia, justicia, Señor Corregidor ! gritaba un esclavo, pugnando por desasirse de los que procuraban evitar que entrase el importuno suplicante
-¿Quién turba así la alegría de mis amigos?- preguntó colérico el General de Mesía; pero, al reconocer al esclavo, lanzó un grito de angustia: -Es Simón, el negro de Mendoza! habla!- dijo, presa del más grande afán.
-Mi amo, ha sido muerto!- contestó lacónicamente Simón
-¿Dónde? cómo? quién?- preguntaron muchos caballeros a la vez.
Un sollozo convulsivo fué la única contestación a estas preguntas: el esclavo fiel no tenía ya palabras para explicar semejante desgracia.
El estupor, como si fuese el soplo helado de la muerte, había paralizado a toda esa concurrencia tan bulliciosa y alegre; diríase que nadie respiraba siquiera, que los corazones de todos habían dejado de latir. El Capitán de Cisneros rompió aquel sepulcral silencio algunos instantes: -Muerto!- exclamó con voz sorda, terrible, amenazadora, Y, cadavérico, despidiendo rayos por los ojos asió por el brazo al Justicia Mayor, diciéndole airado;
-Qué haceis todavía aquí, ministro de la Justicia del Rey? venid, venid y os entregaré al asesino!
-Eso no lo haréis padre- interrumpió Blanca, poniéndose delante del Capitán, para impedirle el paso; mas, como si aquel acto de energía hubiese agotado las fuerzas de la pobre joven, perdió el color, apagándose sus ojos y se dejó caer en brazos de la Generala, murmurando con voz lánguida: Piedad…. piedad…. para él!…
Blanca ignoraba el arte difícil de ahogar las grandes emociones; y su inocencia misma la vendía a cada paso. Su imprudencia había levantado el extremo del velo de su hogar: todos creían ver ya un misterio horroroso en aquel incidente.
Blanca sabía quién era el asesino, cuando tan abiertamente se interesaba por él?
El crimen se había cometido con anuencia de aquella joven? Quién podía ser el matador de Don Gil, para que Blanca, la prometida de la víctima, diera aquel escándalo?- Estas y otras preguntas se hacían ya los aterrorizados concurrentes; y la sospecha y la murmuración, como aves fatídicas, revoloteaban en torno mismo de la doliente joven, augurándola todavía mayores desventuras.
El Capitán habíase quedado mudo, petrificado ante la resuelta actitud de su hija; y la contemplaba con una ansiedad nerviosa, muy semejante al furor reprimido, cuando esta para romper los últimos diques.
-¿Esto más? gritó el viejo, en el colmo del abatimiento; y se pasó la mano temblorosa por la frente como si quisiera disipar una nube de sangre que le hubiera ofuscado la mente.
– Caballeros, favor al rey!- exclamó finalmente el Señor Torres y Barba -venid conmigo a investigar el crimen.
En un instante quedaron desiertos los salones: la nueva de la desgracia circuló por la ciudad con velocidad eléctrica, y fué a interrumpir en todas partes las músicas
y las diversiones.
VIII
-Paso a la justicia del rey!- exclamó el Señor Torres y Barba; y la apiñada multitud abrió calles para que la comitiva judicial entrase a la casa de Don Gil.
Las puertas del aposento mortuorio daban al zaguán: allí estaba el cadáver del Señor Polo, con el pecho atravesado de una estocada. Allí la espada sangrienta que, sin duda, había sido el instrumento del crimen. Ahí un hombre atado con cuerdas, a quien los esclavos del occiso habían sorprendido en el momento mismo del homicidio, manchado de sangre y con el arma en la mano….
El Señor de Cisneros examinó al homicida ; y, como si le quitasen un peso enorme de sobre el corazón, exclamó: iAh, no era él!…
-Señor, escuchadme por piedad; voy a deciros lo cierto, lo que sé, lo que me consta- respondió el desgraciado con voz ahogada.
–Habla, pues, habla! continuó el Justicia Mayor.
El silencio era profundo; hasta los lamentos de los deudos de la víctima cesaron para que se oyese la confesión del reo: Y el Escribano del Cabildo se dispuso a sentar tan importante declaración.
-Todos dicen lo mismo ante el juez- interrumpió el Escribano-: sigue:
-Inocente: -prosiguió el interrogado- Vine aquí con esos vestidos que véis ahí, en ese canapé.. Soy el sastre de la esquina: quién no conoce al maestro Jaramillo?.. Yo soy ese artesano honrado: yo el que cuidaba de la ropa del Señor Polo…. Soy inocente, Señor, inocente:
-¿Quién pues mató a este joven?
-Lo ignoro por completo.
-¡Lo ignoras, y se te encontró con las manos en el crimen!
Digo que ignoro, porque no conozco al matador: es un caballero vestido de paño pardo, alto, sombrero de anchas alas caído sobre los ojos.
Y tú eres su cómplice !…
-Cómplice? No, Señor: al llegar aquí. la casa estaba desierta. Llamé y no contestaron. Iba a regresarme, cuando se abren las puertas de esta habitación, y se precipita aquel hombre a la calle…. Oigo dentro un quejido de muerte. Ahi, donde lo véis, empuñando todavía aquella espada, el Señor Polo hacía esfuerzos por levantarse…
-Muerto!…. muerto.. -me dijo, llevándose la mano al pecho: soltó la espada y entró en agonía. Me apresuré a levantarle la cabeza, dando gritos al mismo tiempo. El moribundo mirarme intensamente y murmuró apenas:
-Me ha vencido!… Madre mia!…. Después murió. A mis clamores acudió gente: todos me acusaron del homicidio de la manera más injusta, Señor: he ahí la verdad, como Dios está en los cielos !…
En seguida afirmaron varios testigos que sólo el sastre Jaramillo había sido hallado junto al cadáver, el hierro en la diestra, salpicado de sangre… Todas las pruebas todas las presunciones estaban pues contra el desgraciado artesano: por lo que se ordenó que fuese conducido a la cárcel y por asegurado con cadenas y grillos.
Pero el Capitán de Cisneros tomó la espada ensangrentada reconoció que era la misma del finado Polo: notó que el hierro tenía mellas, y dedujo que había chocado con otro hierro, es decir, que Don Gil había luchado, defendióse por lo menos; y terminó casi por dar crédito a
la narración del sastre, inverosímil para los demás.
-Yo descifraré el enigma!- murmuró el anciano, como hablando consigo el mismo, y salió del fúnebre aposento.
IX
Los procesos no se organizaban en los tiempos coloniales con todas las fórmulas que las leyes prescribían; y así el relativo a la muerte de Don Gil, estuvo terminado en dos semanas. La defensa del pobre sastre había sido inútil; más aún, perjudicial; y al fin y a la postre, fué condenado a la más infamante de las penas: la horca!
Empero, cuando menos esperanzas tenía el condenado de salvarse de la cuerda, se presentó un caballero en el calabozo.
-Perdoname! le dijo al atontado sastre, echándole los brazos al cuello-: he sido la causa de tus pesares; mas, ya vengo a reparar el mal…. Yo maté al Señor Polo de Mendoza: tú eres inocente !
– ¿Como? dice el Señor la verdad? – preguntó el desventurado preso creyéndose víctima de un alucinamiento.
– La verdad! no permita Dios que un inocente sea sacrificado por mi causa!
– Este hombre está loco – dijo el guardián de la cárcel, encogiéndose de hombros.
– De ningún modo – replicó el joven- que se llame al juez que debe ordenar mi prisión y la libertad de este honrado menestral.
– Loco, loco de remate – replicó el alcalde.
– Cumple lo que se te encarga!- repuso el caballero en tono de mando; y el subalterno agente de justicia hubo al fin de comunicar a .sus superiores lo que deman-
daba aquel insensato…
Pocos momentos después, comparecía el joven ante el juez, y declaraba cómo él, Sebastián Pinillos, el mismo del antifaz en la plaza de toros, había obligado a Don Gil a batirse sin salir de su aposento, y herídole como caballero.- No me he presentado antes – añadió – porque no he podido creer que se condenaría a un inocente: a quien yo esperaba indemnizar su prisión de otra manera. Pero, hoy me ha sido forzoso reparar un error judicial; me ha sido indispensable evitar que el luto y la deshonra cayese sobre los que ninguna parte tuvieron en la muerte de Don Gil. Aquí estoy, pues: juzgadme!
El más grande asombro embargó la voz de todos los asistentes al tribunal :tanta virtud, tanto heroísmo, eran casi inconcebibles para aquellos hombres de alma vulgar, de corazón de arcilla.
– Señor Pinillos- dijo aún el juez – ¿habéis meditado seriamente en el paso que dáis?
-No veo la necesidad de meditar mucho para cumplir un deber, para seguir los consejos de la razón y ia justicia- respondió tranquilamente Sebastián.
-¿Queréis, pues, que os llamen asesino?
-Jamás! ¿Asesino yo? asesino el que ha lidiado como caballero?
-¿Y cómo lo probarías?
-Con mi palabra! iSe puede dudar de hombres como yo?
-La altivez de Pinillos impuso silencio a todos:
no impidió que lo redujesen a la cárcel.. la nobleza de aquella alma despertó simpatías en todas partes; pero la justicia es de roca, y Pinillos no era para sus jueces sino el matador de Mendoza…
EI de Capitán Cisneros sintió como se despertaban en su pecho los sentimientos heroicos, tan propios de los hijos de España: y aún se arrepintió de su dureza con el mozo que tan bizarramente sabía cumplir cumplir los deberes de caballero ….
Blanca habíase doblegado bajo el peso del infortunio: su alma no acostumbrada a los tormentos de la vida, yacía presa de mortal congoja, de dolor sin alivio, de martirio sin esperanza. Cada nueva de Sebastián, cada peripecia del drama que se esta desarrollando, no hacían sino aumentar la dolencia que la consumía, destrozarle a toda prisa el corazón y precipitarla en el sepulcro. La prisión de Pinillos la postró definitivamente: esas angustias infinitas del espíritu, esa agonía lenta y dolorosa del alma, iban minando, hora por hora, la existencia de la desventurada Blanca. Y, sin embargo, ni una queia se escapaba de los labios de la pobre niña; ni una lagrima refrescaba la la palidez de sus mejillas….
X
Las puertas del calabozo de Sebastián habían cerrádose como la piedra de un sepulcro; y los tristes días del preso transcurrían lentamente, como pasan las horas de pesar cada una de las que va anegándonos el corazón con una ola de amargura.
Tiempos mejores y la desgracia presente,la adorada imagen de Blanca y quizá también la siniestra catadura del verdugo, torturaban sIn tregua la imaginación de Pinillos; Y lo lanzaban de la desesperación a la esperanza, del amor al odio, de la calma al frenesí, de la vida a Ia muerte…
¿Quién pudiera traducir en lengua humana todos los pensamientos que se sucedían, con rapidez vertiginosa, en Calenturiento cerebro del infeliz hermano de Blanca?
Desde el día de su prisión no había visto sino jueces y agentes de Justicia, fríos, reservados, casi hostiles, habianle parecido todos precursores del verdugo, Ni una palabra de consuelo había sonado en sus oídos; ni una muestra de interés cicatrizado las heridas de aquella alma. La incomunicación eru absoluta; el carcelero mismo se negaba a contestar las preguntas del preso. Hubo días en que el alcalde oyó sollozos ahogados dentro del calabozo; otros, arranques de ira, muestras de frenético despecho… i Maldiga Dios la crueldad de mis padres !… Malditas, malditas las fieras que me dieron el ser! – gritaba como loco.
Una mañana sonaron agriamente los cerrojos del calabozo y se abrieron sus terribles puertas.
-Salid!- dijo a Sebastián el Escribano del Cabildo.
Pinillos salió atónito, y se colocó al centro de una escolta de lanceros.
-¿a dónde vamos?- .. interrogó el preso; pero nadie se dignó contestarle.
La multitud bullía y se oprimía en la plaza de San Francisco; al extremo sur se levantaba la horca, terrible, tétrica, amenazante. A la derecha del infamante madero, había un tablado cubierto con bayetas negras….. Pinillos vió que había llegado su último momento, y recobró toda la serenidad propia de su alma… Subió al tablado con el Fiel Ejecutor, el Escribano y el verdugo….
-Arrodilláos, en nombre del rey! dijo el Actuario.
EI reo obedeció; el Alguacil Mayor desenvainó la espada, los tambores resonaron lúgubremente y el Escribano leyó la sentencia, con voz que dominaba el rumor de
la muchedumbre.
La Real Audiencia, a petición del Capitán Roman de Cisneros, y habidas en consideración las circunstancias de haberse presentado Pinillos sin apremio y por voluntad, en manos de la justicia; y de haber muerto en duelo al Señor Polo de Mendoza, según lo había probado el Susodicho Capitán, conmutaba la pena de muerte en la de destierrio perpetuo del Reino de Quito y sus términos; debiendo, otrosi, ser expuesto el delincuenle a la vergüenza para
ejemplar escarmiento….
Terminada la lectura, el pueblo aplaudió la clemencia del Tribunal; pero Sebastián no dió muestra alguna de contento. Diríase que su alma se había entenebrecido más ante el destierro que ante la muerte; hasta se le vió dejar caer la cabeza sobre el pecho, como para ocultar dos gruesas lágrimas que velaron sus pupilas…
XI
El anciano Capitán de Cisneros sollozaba en el calabozo de Sebastián, estrechando convulsivamente en sus brazos al desdichado expósito.
-¡Hijo mío, mi único hijo!- decía el viejo, bañado en lágrimas. Déjame llorar sin testigos, deja que corra mi llanto, estancado tanto tiempo…
-Señor. habeisme salvado de la horca; pero, condenándome a vivir- contestaba Pinillos con amargura
-He sido injusto, demasiado injusto contigo;…. Yo, yo soy la causa de nuestras desventuras!…. Pero, mírame, herido por la muerte, ya no tengo quien apoye mi pesada vejez! Si, iré al destierro contigo, si no me rechazas, si no me odias, si me perdonas, hijo mío!….
-Solos, solos en el mundo, Sebastian,¿lo oyes?
-¿Qué significan vuestras palabras? qué secreto horroroso me estáis revelando a medias?
-El secreto de nuestro infortunio!…. Blanca, mi Blanca nos ha dejado!….
-Nos espera allá, en el cielo- respondió solemnemente el lloroso viejo, señalando con mano trémula el azul del firmamento.
-¿Qué decís, padre mío? Dónde, dónde está Blanca?
Un grito agudo, lastimero, de agonía, se repercutió por los tenebrosos ámbitos de la prisión y Pinillos se dejó caer por tierra, en un acceso de doloroso frenesí!…
XII
Habían pasado muchos años de los sucesos que hemos narrado: casi todos los actores del drama habían caído en el sepulcro, y quizá nadie se acordaba ya de las desgracias acontecidas en las fiestas reales de 1760.
Una generación nueva llenaba la monástica cıudad; generación que no interrogaba al pasado, como los historiadores; ni se iba en busca de infortunios muertos para regarlos con lágrimas, como los poetas….
Algunos pilluelos hostigaban a un pobre anciano que, encorvado el cuerpo y cubierto de andrajos, recorría las calles recibiendo limosna.
Nadie sabía de donde era el viejo mendigo, porque nunca había querido referir su historia; se afirmaba que un día asomó en Cuenca, dando señales de haber hecho un largo viaje.
Desde entonces se le vió vagar solo, meditabundo, como abrumado por ideas dolorosas; jamás una sonrisa en sus labios; nunca un fulgor de alegría en sus pupilas.
Era el hombre del pesar, en cuyo pecho debían existir abismos de amargura: o talvez la eterna tortura de remordimientos implacables.
Un día se le halló muerto, en actitud de orar sobre la piedra de un sepulcro.
Era una de esas toscas losas que aún hoy pavimentan algunos antiguos templos; en la medio borrada inscripción se leía un nombre conocido para nuestros lectores; Blanca Román de Cisneros.
Los sepultureros hallaron en el cadáver del mendigo, una cajita metálica; dentro había un amarillento manuscrito, intitulado «Sebastián Pinillos; y la banderola de tisú color de cielo que Blanca había dado a su hermano adoptivo para el torneo en las fiestas reales….
- Fuente: Libro Leyendas y tradiciones del Ecuador de Laura Leonor Durán Valdivieso