En Píllaro, un pueblo envuelto en neblina y misterio, situado muy cerca de la ciudad de Ambato, en la provincia de Tungurahua. Entre sus calles empedradas y casas de tejas rojas, un nombre era susurrado con igual dosis de admiración y temor: Don Juan Tenorio Holguín. Elegante y de porte distinguido, era el galán más codiciado por las doncellas del pueblo, todas suspiraban por él, y él lo sabía. Disfrutaba del arte de la seducción, coleccionando conquistas como trofeos, convencido de que el perfume de cada doncella quedaba impregnado en su esencia, dándole vigor y juventud, por lo que fue conocido como «El cazador de fragancias».
Pero una mañana, su atención se fijó en Manuela Paredes, una joven de belleza etérea, con tez blanca y ojos color miel. Pertenecía al grupo «Hijas de María», beatas entregadas a la oración y la devoción. Manuela era diferente a las demás, su inocencia y virtud desafiaban la vanidad de Don Tenorio. Durante tres semanas, él la esperó a la salida de la iglesia, desplegando todos sus encantos y piropos, hasta que finalmente, ella aceptó verlo fuera de la capilla.
Aquella tarde, el campanario marcó las seis cuando Manuela tomó la mano de Don Tenorio y, con una sonrisa enigmática, lo guió por calles poco transitadas hasta una vieja casona. Su interior estaba tenuemente iluminado por cuatro velas que proyectaban sombras alargadas sobre muebles de un estilo antiguo, propio de un siglo atrás. El aire era denso y frío. Con un gesto grácil, Manuela cerró la puerta tras de sí. De inmediato, la luz de las velas se apagó, sumiendo la habitación en una oscuridad absoluta.
En Píllaro, un pueblo envuelto en neblina y misterio, situado muy cerca de la ciudad de Ambato, en la provincia de Tungurahua. Entre sus calles empedradas y casas de tejas rojas, un nombre era susurrado con igual dosis de admiración y temor: Don Juan Tenorio Holguín. Elegante y de porte distinguido, era el galán más codiciado por las doncellas del pueblo, todas suspiraban por él, y él lo sabía. Disfrutaba del arte de la seducción, coleccionando conquistas como trofeos, convencido de que el perfume de cada doncella quedaba impregnado en su esencia, dándole vigor y juventud, por lo que fue conocido como «El cazador de fragancias».
Pero una mañana, su atención se fijó en Manuela Paredes, una joven de belleza etérea, con tez blanca y ojos color miel. Pertenecía al grupo «Hijas de María», beatas entregadas a la oración y la devoción. Manuela era diferente a las demás, su inocencia y virtud desafiaban la vanidad de Don Tenorio. Durante tres semanas, él la esperó a la salida de la iglesia, desplegando todos sus encantos y piropos, hasta que finalmente, ella aceptó verlo fuera de la capilla.
Aquella tarde, el campanario marcó las seis cuando Manuela tomó la mano de Don Tenorio y, con una sonrisa enigmática, lo guió por calles poco transitadas hasta una vieja casona. Su interior estaba tenuemente iluminado por cuatro velas que proyectaban sombras alargadas sobre muebles de un estilo antiguo, propio de un siglo atrás. El aire era denso y frío. Con un gesto grácil, Manuela cerró la puerta tras de sí. De inmediato, la luz de las velas se apagó, sumiendo la habitación en una oscuridad absoluta.
Ahora tendrás que pagar Cazador!
Don Tenorio, confundido, llamó a Manuela, pero su voz se perdió en el eco de un vacío infinito. Quiso moverse, pero su cuerpo encontró resistencia: ya no había paredes de madera, sino tierra húmeda y fría que se desmoronaba entre sus dedos. Se estremeció al notar que el suelo, antes firme, se había vuelto blando, similar al lodo de una fosa recién cavada. Se apresuró a buscar una salida, pero no había puertas ni ventanas, solo la inmensa negrura que lo envolvía. Su corazón palpitaba con un frenesí desesperado mientras su respiración se tornaba errática.
Por tres días, sus gritos de auxilio resonaron en la nada, cada vez más débiles, cada vez más roncos, hasta extinguirse en un susurro. Nadie en el pueblo volvió a ver a Don Juan Tenorio. Algunos afirmaron que se había marchado en busca de nuevas conquistas; otros, que había sido castigado por su vanidad. Pero las ancianas del pueblo, las que conocen los secretos que duermen en las sombras, cuentan que una mañana, el cuidador del cementerio, al levantarse temprano, escuchó sonidos extraños provenientes de una de las tumbas. Alarmado, corrió a avisar al teniente político de la ciudad, quien autorizó la excavación junto a dos hombres más. Los moradores, curiosos, se acercaron a presenciar el suceso. Para horror y asombro de todos, encontraron a Don Juan con vida.
Una segunda oportunidad para Don Tenorio
Cuando emergió de la tumba, con el rostro demacrado y los ojos hundidos en sombras, cayó de rodillas ante los pobladores de San Miguelito y, con lágrimas en los ojos, pidió perdón por sus actos pasados. Desde aquel día, arrepentido de sus excesos, se convirtió en un hombre ejemplar, dedicado a la humildad y la caridad, aunque en las noches más frías, todavía se escuchan murmullos en la brisa que parecen susurrar el nombre de Manuela.
Resumen del "Cazador de fragancias"
Don Juan Tenorio Holguín, el seductor más codiciado de Píllaro, creía que el perfume de cada mujer conquistada se impregnaba en su esencia. Su obsesión lo llevó a cortejar a Manuela Paredes, una joven devota. Tras semanas de insistencia, ella accedió a verlo y lo condujo a una casona antigua. Allí, la oscuridad lo atrapó en una tumba sin salida. Tres días después, fue hallado con vida, transformado y arrepentido.
Que podemos aprender
Esta historia nos recuerda que el deseo desmedido y la vanidad pueden llevar a la perdición. A veces, solo al borde del abismo comprendemos el valor de la humildad y el respeto por los demás. La verdadera esencia de una persona no está en lo que posee, sino en su alma.

