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Leyenda quiteña | La puerta clausurada del Carmen Bajo

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La leyenda de la puerta clausurada del Carmen Bajo, que vamos a relatar a continuación, está recogida del libro Tradiciones Quiteñas, del autor Guillermo Noboa Rodríguez. Una de las características interesantes de la historia

El Convento del Carmen Bajo

Convento del Carmen Bajo Los habitantes de la muy noble ciudad de San Francisco de Quito han visto seguramente el artístico marco de piedra de una puerta condenada, quien sabe desde cuando, en el muro del convento del Carmen Bajo, de la calle Venezuela; pero tal vez son pocos los que se han hecho esta pregunta: porque la cerraron definitivamente? Son varias las leyendas que cuentan sobre este cuasi misterio; pero encuentra mayor aceptación entre los octogenarios del pueblo, que saben de estos asuntos, esta que vamos a relatar ligeramente.  Sucedió hace muchos años, cuando Quito todavía no había cubierto de casas las lomas que le circundan. En las faldas de San Juan, existía entonces una casita blanca y humilde, recamada de enredaderas y rosales, cuyas flores brillaban con primor en las marianas de sol, que eran la mayor parte de las del año.

Elena, una niña inocente y hermosa

Habitaban en ellas, Alfonso y Magdalena, dos esposos pobres pero felices con su única hija, Elena, a la que parecía que la Providencia se había esmerado en hacerla bella y virtuosa. Elena, que todavía no había visto dieciocho primaveras, tenía especial devoción a la Virgen del Carmen Bajo, y se había impuesto la obligación de mantener siempre su altar con flores frescas. Acostumbraba con este fin recorrer con frecuencia los trigales cercanos que doraban las laderas de San Juan, donde crecían en abundancia rojas amapolas y otras graciosas flores silvestres. Era una faena que la muchacha encontraba dulce y halagüeña,  como una caricia maternal, y ansiaba cumplirla sobre todo en las tardes despejadas de recios vientos. Elena, entonces, se metía entre un mar de espigas, rosándolas afectuosamente con sus blanquísimas manos, y enseñando al sol toda la hermosura de su alabastrino rostro y de su ondulada cabellera. Otras veces se sentaba al borde de una zanja, desde donde miraba la ciudad serpenteada de calles que subían o bajaban caprichosamente, para desaparecer entre vericuetos de brillantes cúpulas y anaranjadas techumbres, o por verdulentos peñascos y tupidos bosques, que como pequeñas manchas oscuras se interponían en la parte poblada. O también entonaba sencillas canciones que eran alegremente repetidas por el eco, hasta perderse en la lejanía. Pero cuando su mente había recorrido las variadas comarcas que estaban a su vista y le conducían a un mundo desconocido todavía para su ingenuidad, reunía afectuosamente las flores y amapolas que había recogido y saltando bajaba la ladera para encaminarse presto a depositarlas al pie de la Virgen en el tempo del Carmen Bajo.

El encuentro con un apuesto galán

Nada impedía las alegres excursiones de Elena a los trigales vecinos,  ni turbaba su inocente espíritu de niña virtuosa: pero una tarde que como de costumbre murmuraba una tonada en tanto gozosa recogía las amapolas más lozanas, al levantar la cabeza para buscar un sendero, vio delante suyo un apuesto mancebo que, como extraña aparición, le miraba quieto, cruzando los brazos sobre el pecho, mientras un leve vientecillo, movía apenas las amplias faldas de su sombrero negro y las extremidades de su lujosa capa del mismo color que caían como alas plegadas de un ser algo siniestro. Elena lanzó una exclamación de espanto y de temor, más el mancebo soltando los brazos con gallardía y sonriendo con poderoso atractivo, murmuró: –          No te asustes niña, y recoge sin cuidado todas las flores que quieras: pues soy el dueño de esta heredad, y solo me detuve para admirar tu hermosura. Elena bajó su mirada, y encendidos los carrillos de rubor, contestó tenuemente: –          Gracias, le agradezco –          No tienes de que, si mejor haces un beneficio limpiando el trigal de tanta amapola, pero dime ¿Para quién recoges estas flores? –          Para La Virgen del Carmen. –          ¿Eres devota de ella? –          La quiero con un amor grande. –          ¿Y no te da temor de andar sola por aquí? –          No, porque confío en que ella me salvará de todo peligro. –          ¿Crees tú eso? –          Le tengo fe. –          Puede ser así, aunque a mí me hace gracia lo que me dices –          ¿Por qué? ¿Usted no es devoto? –          Pues al contrario: amo todo lo que tú amas, y quisiera que tú me ensenes cómo se debe pedirle una gracia. –          ¿Qué gracia quiere alcanzar? –          La de que tú me mires con cariño pero con un cariño de hermanos, porque allá, en el magnífico retiro de mi hacienda, vivo solo y huérfano de familia. –          Me asusta oírle y quiero irme porque ya es tarde,  y pueden cerrar la iglesia y marchitarse las flores. –          Tienes razón niña, y perdóname si te he ofendido; mas antes de irte, tienes que creerme que te respeto como a mi madre. Y no dejes de llevarte estas flores. Pero… me olvidaba. Dime, ¿cómo te llamas? –          Elena. Elena de la Virgen del Carmen… –          Bien haces. Elena, de llamarte así. Amale mucho, y rézale por mí. Adiós, Elena. Y el galán tomando en sus manos las alas de su oscura capa, desapareció presuroso entre la exuberancia del trigal. En tanto la muchacha quedo pensando en el raro suceso. Sintiendo que las palabras del extraño Joven sonaban todavía en sus oídos, como atractivas vibraciones musicales. Sin embargo, hizo el propósito de no regresar. Abrazo un haz de amapolas, y corrió ladera abajo para ir a depositarlas en el altar de su devoción.

 Flores para el altar de la Virgen

altar del Carmen Bajo A la tarde del siguiente día. Elena se acordó de las flores que tenía que llevar a la Virgen y aunque se propuso no regresar al trigal, sintió sin embargo algo que le empujaba poderosamente a volver a su paseo campestre. Pensó lo triste y destartalado que quedaría el altar de su divina Madre sin las frescas amapolas que llevaba, y luego experimentó también cierto deseo de ver otra vez al raro personaje para oír de nuevo su elegante lenguaje, agradable, y misterioso que sin saber cómo había llegado hasta lo más recóndito de su alma ingenua y buena. Y Elena siguió a esa llamada invisible y muda, y se encaminó a los trigales de las laderas de San Juan, no tan alegre como en las otras tardes, sino pensativa y con algún temor, aunque subyugada por doradas fantasías que no sabía descifrarlas con claridad. Cuando llegó al verdeante trigal. Elena cogía las amapolas con visible inquietud, y a cada momento miraba alrededor, para descubrir al extraño visitante, y cuando iba a regresar al hogar, perdida una oculta esperanza,  el galán saltó por un pequeño chaparro, para hacer a Elena un saludo con expresiva cortesía.  Y luego, con su acostumbrado lenguaje subyugante, le habIó de la sinceridad de su cariño, de la nobleza y bondades de sus antepasados y de su santa muerte. Y con extraordinaria sutileza siguió hablándole de la riqueza predominante de su hacienda. Y de su regia mansión solariega de Quito. Todo lo cual no hacía más que aburrirle, porque vivía en angustiosa soledad. Le dijo además, que cuando creía que jamás hallaría una mujer de belleza y virtudes que le satisfagan, una dichosa casualidad le había presentado a Elena a la que rendido de amor le rogaba no le niegue la felicidad. La niña quedó absorta al escuchar las maravillas que le refería el apuesto personaje, y su cándida imaginación, aún le llevaba a verse coronada de azahares y cubierta de vaporoso vestido blanco, requerida tiernamente por su amante, para recibir en el altar la indisoluble unión nupcial. Y quedó acordado que al declinar el sol todas las tardes Elena debía recoger las flores para la Virgen,  y esperar al afortunado heredero para que le participara sus cuitas y le renovara sus juramentos de amor.

Una tarde tempestuosa

Pero una tarde, el cielo se tornó plomizo y gigantescos nubarrones negros anunciaban la proximidad de la tempestad. Sin embargo, Elena tenía que concurrir al trigal en busca de las amapolas para su altar, y de la obligada cita de su prometido. Angustiada par una inquietud que jamás había sentido, pensó que si faltaba esa tarde, aquel atrayente joven, de amante y bondadoso se cambiaría en caprichoso y violento, y ensenaría el terrible ceño que en no pocas ocasiones en vano había querido disimularlo y disculparlo. Reflexionó también en el peligro al que se exponía si se desataba la tempestad, y llegaba la noche llevando consigo la fatalidad y la celada. Sin embargo, el amor que había impresionado profundamente su alma candorosa y sencilla, empujóle a la acostumbrada cita, como el huracanado viento a la traviesa mariposa que insiste en posarse sobre los aterciopelados pétalos de las flores de la campiña. Elena buscó como ninguna otra vez, las amapolas más lindas, como si tuviera el presagio de algún acontecimiento que posteriormente le obstara tan agradable faena. Llenó de ellas la falda de su vestido, y continuó cogiéndolas para deshojarlas lentamente con sus virginales labios, en tanto miraba alrededor el trigal que se extendía tornando pequeñas ondas y el cielo que cada vez se hacía más oscuro y amenazante. La tarde avanzaba envolviéndose en un ambiente de borrasca; las aves habían huido del tondo del follaje, el vendaval sacudía con fuerza los arboles hasta romper sus ramas. Y un rumor lejano delataba un peligroso temporal. De pronto un terrible relámpago rasgó la atmósfera súbitamente, y el estrépito del trueno parecía que hendía el suelo hasta agrietarlo. Elena dio entonces un angustioso grito, y corrió a refugiarse en una estrecha cueva en cuyos bordes crecían silvestres enredaderas. Apenas la niña se había acomodado en el agreste albergue, cuando la tempestad azotó furiosa la comarca, y el agua que caía, primero humedeció la tierra haciéndola lodosa y negra, y luego corrió a torrentes ladera abajo hasta encauzarse por las diversas quebradas colindantes. Elena empezó a sentir miedo; pero un miedo helante. Como la agonía lenta de un moribundo. Y aunque extrañaba que su prometido había estado ausente en tan terrible trance. Se satisfacía sin embargo de esa circunstancia que la consideraba coma feliz porque amenguaba su natural inquietud. La tempestad arreciaba, y la noche por fin fue confundiendo todo. Hasta convertirse en una obscuridad dilatada y lóbrega. Elena pensó en huir y gritar a los suyos para que acudieran a socorrerle; pero la lluvia se aumentaba, los relámpagos se sucedían inmediatamente y los ruidos más extraños le impedían salir de donde se guarecía con dificultad. Elena empezó a musitar una oración, mientras sus ojos vertían abundantes lágrimas. El temor iba invadiendo su pensamiento y sentía miedo hasta de moverse, porque se imaginaba que seres siniestros espiaban su salida y le acechaban para causarle todo tipo de daño. Sin embargo, hubo un instante en que tomo una suprema resolución y abandonó su refugio y corrió hacia un grupo de luces que abajo, a lo lejos en la ciudad, se divisaba apenas. La lluvia empapó en un momento sus tenues ropas y sus delicados miembros; chorros de agua golpeaban su cabeza y sacudían sus cabellos; las espigas y las ramas semejaban torpes reptiles que obstaban su carrera; los pocos árboles que crecían esparcidos en los linderos del sembrío, le parecía que habían desaparecido y que en su lugar estaban escuálidos espíritus que se mofaban de su aflicción, ensenándole hórridas caras.

«¡No corras Elena!»

Y en un momento en que el aullido de un lobo se sobrepuso en el desconcierto de espantosos ruidos, Elena creyó que eran salvajes carcajadas que festejaban su perdición y ruina. Y cuando una montaña de angustias rodeaban y constreñían a la niña, sintió detrás de su cuello el aliento caliente de algún fantasma que por raro designio de la Providencia, se había escapado de un olvidado sepulcro, y luego, oyó una voz jadeante y ronca que le decía: –           ¡Elena, espera Elena! te he buscado en toda esta terrible tempestad!…  pero hoy será la última cita nuestra… porque te llevaré conmigo!… espera Elena!… No corras más! La niña instintivamente regresó su rostro por un brevísimo momento. Y a la claridad fulgurante de un relámpago reconoció a su prometido que la seguía vehemente,  pero de gallardo y atractivo que era cuando le juraba su cariño, vio que se había transformado en fiero y diabólico que solamente quería retenerla. Elena gritó de espanto y como una última esperanza exclamo anhelante. –          ¡Madre del Carmen sálvanos a los dos! Y apropiándose de un esfuerzo sobrehumano, corrió con extraordinario ahínco buscando angustiada su salvación. Hasta que por un hecho providencial, se encontró de repente en la calle del convento del Carmen, y se arrojó a la puerta por donde entraba a dejar sus flores. Sin explicarse cómo. La puerta cedió y vio que el altar de su devoción estaba iluminado con numerosos cirios como en los días de las fiestas solemnes. La niña, entonces voló a los pies de la Señora del Cielo. Y se postró rendida de cansancio. En tanto el galán que por sobre todo trataba de retenerla, quiso también pasar la puerta con furioso atrevimiento, recibió el rechazo potente de la puerta que volvió a cerrarse. Echándole al suelo exhausto e impotente.

 Las nupcias de ultratumba

Al otro día muy por la mañana. Cuando la madre sacristana fue a la iglesia a arreglar el altar para la celebración de la misa, lo encontró misteriosamente alumbrado, y vio que una niña de rara hermosura, arrodillada e inmóvil, ofrecía a la Virgen un haz de amapolas estropeadas, tristes y aún mojadas por la tempestad que poco antes se habla extinguido. Era Elena que estaba yerta y muerta, pero pura e inocente. Al mismo tiempo, algunos vecinos que habían madrugado a sus cotidianas ocupaciones hallaron también en la puerta lateral del convento, a un joven de nada común guapeza. Cuya vida habla terminado. Sin embargo de lo cual enseñaba en su tersa frente un terrible ceño. Desde entonces, se dice, que todas las noches al dar las doce, se oía que en la puerta lateral del convento del Carmen Bajo, golpeaban fuertemente, de modo que las religiosas huían a sus claustros y los vecinos que transitaban por ese lugar horrorizados aseguraban que eran cosas de un condenado que había muerto en ese mismo sitio al cometer un desacato. Hasta que un sabio y santo confesor de las religiosas, elevando devotas plegarias, bendijo la puerta y dispuso que se la clausure definitivamente. Cuentan también que un viernes santo. Las religiosas que hacían oración muy por la noche. Vieron asombradas que salían de la sacristía una niña coronada de azahares, vestida de blanco y con un manojo de rojísimas amapolas. Que sonriente ofrecía su diestra a un joven gallardo y altivo que lucía una amplísima capa igualmente blanca, y que luego de postrarse reverente ante el altar de la Virgen del Carmen, fueron desapareciendo lentamente por la puerta clausurada del Carmen Bajo, dejando una gratísima impresión. puerta del Carmen BAjo

Audio de la leyenda la puerta clausurada del Carmen Bajo

Relato de la leyenda la puerta clausurada del Carmen Bajo

Mapa del Convento del Carmen Bajo